Mis desgraciados imbéciles. En ocasiones, y en más de las que nos atrevemos a desafiar, nuestro cuerpo y más aún nuestra mente, tienen la necesidad de un golpe de adrenalina que nos aboque al extremo, sin arrojarnos al vacío de forma suicida, pero de forma que nos haga sentir más vivo de lo que ya estamos y salir del coma en el que el día a día nos tiene inmerso. Nada peor que el aburrimiento consentido y la monotonía intencionada. Pero nada mejor que eliminar ese estado que disfrutando de un placebo continuo de música, amigos, risas y alcohol, aunque para muchos tristes de corazón suponga un portentoso desperdicio de células hepáticas, neuronas y días de vida a cambio de unos cuantos días sin fin, que siempre acaban con el desánimo de volver a ser lo que eras, un comatoso deseando despertar de nuevo. Y creanme, todo ello merece la pena, con el hígado cirroso, pero con el alma rejuvenecida, algo que no curan en alcohólicos anónimos.

Supongo que el deseo incontrolable de pasarlo bien no es malo, aunque tampoco lo más recomendado en ciertos casos, ni para la salud ni para el bolsillo. En tal caso solo se vive para dos cosas: Conjuntar adecuadamente el cinturón con el resto de la ropa y pasarlo tan bien como el día anterior, sin excusa alguna. Y día tras día se repiten los mismos pasos que conducen al desenfreno nocturno. Lo mejor, la entrada al garito nocturno. Con la cabeza bien alta, la música sonando de fondo mientras todo se mueve a cámara lenta, ralentizado por cada paso que das, permitiendo así que todos fijen su atención en tu entrada. Eso es lo único que importa. Entonces piensas que esa noche te comes el mundo o al menos a alguien, te miras y no entiendes que has hecho para merecer ese cuerpo. Avanzas entre la multitud y te pones a salvo entre un amigo, una pajita y un gran vaso de alcohol. Es hora de expulsar tu “yo” bueno y aplicar la evolución social de Darwin y que mejor forma para ello que rendirse al alcohol y al deseo de llevarse a la boca algo, que para variar, no sea comida. Hoy estas dispuesto a todo, aunque, al final, todo quede en nada. Entonces llega el momento del “mirón”. Actividad de cortejo que me alivia el deseo de mandarlo todo a la mierda, que me produce una sensación de poder infinita viendo la incomodidad que siente aquel a quien dirijo la mirada o la sonrisa que esboza su alter ego al ver que me fijo en él. Me excita, para que negarlo, aunque el cruce de miradas no conduzca a nada y solo me ocasione gasto en colirio y la vuelta al trabajo de mi fiel compañera “la zurda”.
Menuda noche de la de aquel día. Repitámosla. Y se repite día tras día, sin apenas descanso, enganchado a una música tan repetida que ni escuchas, a unas luces que producen fotofobia y a una bebida de la que ya no distingues su sabor y usas para mantener el estado deseado de inconsciencia. Pero merece la pena, eso sin duda. Tu vida transcurre entre una cama deshecha y el portero de la entrada, con el que la complicidad es tal que te permite saltarte la cola de espera. Entre ambos, una ducha y poco más.
Y al final, todo supera lo imaginado. Lo vivido en esos días se rememora continuamente como una hazaña heroica, donde no existen vencedores ni vencidos, si no ligados, acosados, emborrachados y desesperados por vivir. Entonces te lamentas porque todo vuelve al génesis, porque lo más que te llevaste a la boca fue el cepillo de dientes que evitaba el olor del trasnoche. Vuelves a casa y sientes como tus espermatozoides se suicidan en masa de desesperación, a causa de su interminable encierro. Te miras y te solidarizas con ellos. En ese momento planteas un ultimátum a tu fiel amiga la “zurda”: “nena, o lo hacemos como siempre o te duermo, tú decides.”
Jesus Díaz